viernes, 19 de enero de 2018

La venganza de Sixta

Cada mañana, muy temprano, Sixta llegaba hasta el tendedero y colgaba una prenda de vestir, así tan rápido, tan pronto la terminaba de lavar.
En aquel populoso barrio de la gran Lima, la precaria casa se ubicaba en la parte más saliente de la inclinada hondonada. Indiscretamente el tendedero estaba en la azotea de la vivienda, de tal manera que toda la vecindad centraba su atención en lo que sucedía en aquella azotea.

El marido de Sixta era un albañil, un marido bien macho, de esos machos que de su mujer piden a gritos la comida y ropa que se les antoja, y además con un ¡carajo! como arenga, que si lograba un grito seguido de varios carajos, más macho se sentía, como que se llamaba Tenorio. Pero éste era un Tenorio de aldea serrana que llegó hasta un barrio marginal de la gran ciudad y ahí tomó conocimiento que para tener vivienda propia había que agruparse con muchos marginales e invadir terrenos eriazos al este, norte o sur. Y se asoció y buscaron al norte. Plantó su estera y luego buscó mujer sin serenatas, sin ramos de flores, sin versos ni nada, sólo la tumbó a la prepo y luego se hizo albañil por casualidad. Y así, con los excedentes de los materiales que obtenía por trabajar en otras construcciones, fue construyendo su propia vivienda con su mujer como ayudante. Y cuando terminó de construirla hizo el amor con ella en todos los rincones y en todos los ambientes, hasta en la azotea, al mismo filo de ella para que pudiesen verlos todos los del barrio que aún vivían dentro de esteras, y repetía la práctica en la azotea cada vez que se le antojaba. Claro que, Sixta se oponía a esta práctica pero él amenazaba, que si no me haces donde yo quiero traigo a la otra, hay tantas que me buscan que ya quisieran tener esta casa. Y a la desdichada Sixta no le quedaba más que acceder a los requerimientos del marido.

Tenorio era joven, ingresaba para los treinta, trabajaba para otros empresarios que brindaban servicios de construcción a los diferentes municipios de la metrópoli, uno de esos empresarios quiso estimularlo y lo matriculó en un curso para constructores. En ese curso el principal expositor era un completo admirador de Miguel Ángel Cornejo, lo admiraba ¡hasta el fanatismo!, que sus exposiciones consistían en colocar el vídeo del susodicho una y otra vez, mientras la semana del curso, hasta que Tenorio entendió que el único requisito para hacerse empresario era el hambre, y a la sazón se dijo “vaya, sin darme cuenta yo hace tiempo soy empresario”. Y para sentirse como sus ocasionales jefes fue a buscar al alcalde de su distrito y le ofreció sus servicios, el burgomaestre le encomendó la construcción de un escalón de concreto por un monto sobrevaluado a su propio favor. Qué fácil le resultó, el mismo alcalde le constituyó la empresa constructora, Tenorio dejó de ser un simple obrero y empezó a trabajar por su cuenta. Se compró una camioneta 4X4, eso sí, cómo no, ¡entonces el tiempo le faltaba y el dinero le sobraba!. El tiempo le faltaba porque incursionó como conquistador de muchachas desocupadas y necesitadas, y como el tiempo le faltaba para dedicarse a su propia casa y a su propia mujer, Sixta, aburrida por los malos tratos de su jactancioso marido había planeado vengarse y por eso colgaba cada día muy temprano una prenda íntima en el tendedero. Hasta que un día uno de sus vecinos, apostado en las cuatro esteras de su vivienda, tímidamente le dijo a Sixta:

–Ve, ve Vecina, que qué buenos gustos tiene usted.

Y Sixta muy suelta le contestó:

–¡Espéreme un momento!.

Descolgó la prenda y la arrojó al vecino, el vecino la cogió y la besó, y ella le dijo “ahí en el orillo está el número de mi celular”. Y desde aquel día el vecino y la vecina hacían el amor por celular. Pero Sixta seguía con su práctica de tender una prenda, y así otros vecinos la requerían telefónicamente hasta que se extendió la fama de la mujer por todo el barrio, y más aún. ¿Y quién así de pobre como el afortunado vecino no quisiera requerir a una mujer con fama de pituca de barrio?, la única con vivienda de ladrillos, y además, con marido empresario.

Sixta se dio cuenta que debería cobrar por las llamadas y fue a la empresa de teléfonos para firmar un contrato, y después de ensayar múltiples voces se preparó para contestar las diferentes llamadas. Pasó de tímida mujer a osada fémina capaz de excitar al más frío de los hombres, a tal punto que le llegó a gustar su nueva y casual ocupación, ¡y muy bien!, porque además recibía dinero por lo que le gustaba hacer. El hambre de venganza la llevó a convertirse en empresaria sin siquiera haber visto el vídeo de Miguel Ángel. Sin capacitaciones ni camioneta ni nada, vivía aquellas conversaciones que mantenía con diferentes hombres dando rienda suelta a sus fantasías sexuales.

Buen tiempo ya que no era necesario que Sixta colgara prenda alguna, un día recibió la llamada de su propio marido que por su propio lado había ensayado una particular voz de clase A. Y empezó a practicar el amor por celular con él, de manera tal que el marido, sin saber que se trataba de su mujer, llegó a imaginarla como quería, y entre imaginación e imaginación él le proponía practicar el amor en vivo y en directo, y entre imaginación e imaginación ella aceptaba. Nunca llegaron a encontrarse en persona porque cada vez que se citaban él o ella se sentían vigilados. ¡Pucha, ahí está el baboso ese!. ¡Pucha, la conchasumadre esa! y, nada. Y fingiendo no darse por enterados se apartaban. Y esto sucedió hasta que ambos, ya muy enamorados como consecuencia de las repetidas entregas sexuales telefónicas, poco a poco se fueron soltando de sus apariencias hasta hacer uso de sus propias voces: ¡Oye, baboso!, ¡vesta conchasumadre!.

Y descubrieron que ambos habían sido infieles, pero qué, el hombre estaba feliz porque la infidelidad de su mujer le había llevado a conseguir mucho dinero sin siquiera haberse entregado a otro hombre, ¡eso era lo importante!, eso creía, y eso merecía festejarlo haciendo el amor, ya no en la azotea, ahora en un lugar del norte del país exclusivo para gente adinerada, como políticos y más, en el balneario de Punta Sal,  para cuidar imagen empresarial.


Publicadoel 20 de mayo de 2014 en la revista www.pulso-digital.com.
http://www.pulso-digital.com/

¡Qué miedo!

Idiotizado por el amor frustrado, voy por este pueblo marginal de la gran Lima, y unos muchachotes confundidos, menos, tan, o más idiotizados que yo, portando una pancarta de Meza la folklórica pistolera, me rodean, me llaman hermano, ¡hermano mayor!, apresuro el paso y corro para librarme de ellos, y tropiezo con un estrado, sobre él dos chicas pulcramente vestidas y rodeadas de vagabundos, juegan ríen y conversan placenteramente delante de un telón, me invitan a subir y subo persuadido por la hermosura de las mujeres, un vagabundo exclama “¡La función va a empezar!”, tira la pita del telón y, sorpresa, aparece el sótano de la sacristía de mi pueblo, mientras en el tabladillo las chicas y los vagabundos emergen interpretando una danza de Michael Jackson, después del telón las santas esculturas y las momias de los sacerdotes cobran vida y se unen a la danza, y en el fondo oscuro flotan fosforescentes los frescos antiquísimos de la Iglesia, ¡profanación!, digo, exclamando, sin poderme contener, e inmediatamente llega a mí  una de la bellas mujeres y me dice que su amiga me conoce y me ama, “nadie ama a este hombre”, responde un vagabundo, “yo sí”, responde la chica aludida. Y me olvido del espectáculo y de lo que dije. De piel blanca, piernas largas y cabello suelto, la mujer me inspira ternura. Nos miramos y luego nos retiramos a conversar a una maloliente banquilla, la abrazo y la beso pero no con el beso apasionado que quiero darle, algo me impide, ahí dentro mis dientes delanteros postizos se mueven, tengo miedo que caigan en la boca de ella, ¡qué miedo!, ella parece descubrir lo que oculto, y yo no tengo más remedio que confesarle tímidamente mi debilidad. “No es problema”, me dice ella, “mira los míos son todos postizos”, y se quita las dos mandíbulas, ¡que miedo!,  ¡la canción!, está peor que yo; sin embargo ahora la beso apasionadamente, ella está feliz, se le nota en todas sus expresiones, ha encontrado, quizá,  al hombre de su vida, y yo, creo que no, a la mujer. Me lleva a su casa y me presenta a los suyos, el más notorio es su hermano mayor, médico de profesión. Ahora vamos los tres caminando por el arenal, la mujer, el médico y yo; yo estoy incómodo, deseo fumar, cortésmente le ofrezco al médico un cigarrillo, me acepta, pero el saca uno de los suyos, un habano, algo gigante, me dispongo a encender el suyo, una lengua de fuego más larga de la que espero me sale del encendedor, inexplicablemente le daña el traje blanco, ¡qué vergüenza!, pero él no se inmuta, sonríe, bromea, y me lleva a conocer un amigo importante, caminando nos vamos, esquivando a los perros de los vecinos sembrados en la calle, los perros nos atacan, el médico se aleja jalando a su hermana, ¡qué miedo!, me defiendo, un perro enano es el más agresivo, lo tomo por las mandíbulas, las abro suspendiendo al animal y con él me defiendo de los demás. El médico, ni el rastro, desapareció, pero la hermana ahí aparece, inexplicablemente, junto a mí. ¡Nos despedimos!. Sigo avanzando y tropiezo con una morena alta, nos miramos con ternura y conversamos de muchas cosas de la vida, encumbrada ella en su profesión, me dice que labora en una financiera local, me lleva con ella hasta su lujoso departamento y me invita a pernoctar en el sofá, acepto, convenimos en visitar mañana a sus padres, me presentará como su prometido.  Pienso toda la noche en ella, ¡mejor que la otra!, concluyo, ahora decido por ella. Amanece, espero que salga de su dormitorio, sale elegantemente vestida, pero, ¿qué pasa?, ¿durante la noche le ha crecido una barbilla?, reacciono ante la sorpresa, ¡qué miedo!, ¿se afeitará?, quiero escapar de ella, pero algo me dice muy dentro de mí que no es justo hacerlo, tengo que cumplir, debo cumplir con mi palabra empeñada, mi promesa de amor, mi solvencia moral, lo único que no podrán quitarme. Dejamos el departamento atrás, vamos caminando, una cuadra ya, ingresamos a una deteriorada casa, una señora gorda está sentada al costado de una vieja estufa, la morena se dirige a ella y me presenta como su esposo, y dirigiéndose a mí me hace saber que la gorda es su madre , la gorda, lejos de alegrarse por la noticia, me mira con cierto desprecio de pies a cabeza, y agrega,  “¿con este viejo?, no lo creo, con este  ya nadie se casa”, repentinamente la morena se pega a mí, se cuelga de mi nuca y me besa, ¡aggggh! el beso sabe a cerveza rancia y trasciende a sexo macerado, me vienen arcadas, se me sale el estómago por la boca,  es demasiado, ¡car...!, debo escapar, salgo huyendo aturdidamente de la casa con el estómago afuera, la gorda me echa encima una manada de perros, me lleno de un indescriptible miedo, pero, no obstante este miedo, busco afanosamente una fuente de agua para lavar mi estómago, inexplicablemente una bellísima mujer de trato fino me toma de la mano y me introduce en su casa, alista el baño y me hace ingresar en él mientras ella espera en la sala, me siento seguro, me lavo completamente y trasciendo deliciosamente aromatizado, y repentinamente me perturba una voz varonil, en la sala, que dispara una ráfaga de insultos contra la bella mujer, inmediatamente salgo dispuesto a defenderla, él tipo la tiene sometida a golpes, me cargo de energía, ahí voy ¡perro asqueroso!, cojo el candelabro de bronce para estrellarlo en la nuca, alguien me lo impide, me toma por la mano que sujeta el candelabro, ¡es mi padre!, sale volando por la ventana y yo tras él, nos elevamos más y más, ¡qué sensación!, es placentero volar sin alas, digo, pero, estoy completamente desnudo, ¡olvidé mi ropa en el baño!, ¡y unas monedas!, ¡y mis documentos!, miro con pena hacia abajo y desciendo en caída libre, ¡me desespero!, ahí abajo, en el centro de lima, colmenas de vehículos, calles barbechadas, de orina y basura coronadas, azoteas abarrotadas, me esperan, me esfuerzo por caer un poco más allá y lo logro, ahí está el Campo de Marte, ¡sorpresa!, están en desfile militar, ahí el presidente monumentalmente de pie, y la Mechita la muy de hierro, y Jorgecito el muy leal, ¡y mi familia en primera fila, mirando el cortejo!... ¡laca...!. Jorgecito exclama: ¡Misil, misil cubano!, mi familia se agacha talvez por lo desnudo que estoy o talvez porque creen lo de Jorgecito, pero qué..., se escucha un estruendo ensordecedor, me han descargado todas sus baterías, el ejército ha logrado liberar su frustración de años, gracias a la miopía de Jorgecito, ¡laca...!, me estoy muriendo, la sangre se me escapa a chorros y me invade un frío glacial, siento miedo el indescriptible miedo que infunde la muerte, debo esforzarme por vivir, no, no, no debo morir, pienso, si muero el ejército al fin habrá ganado una guerra. ¡Cara...!,  parece que me jodieron porque  festejan  “¡Viva el Perú, viva la Patria!”, me cortaron la posibilidad de yo joder para festejar. Me desespero, no me veo ni me toco. Impotente y aturdidamente grito... y, por fin, me afirmo asustado en mi cama, y un gallo canta, y mi vecino Sumarán se desata rajando su leña. Tomo la linterna de mano y, las frazadas en el piso, cuatro de la madrugada. Confundido, desesperado busco mi pantalón, aquí está, ¿la secretera?, felizmente, ¡caramba!, aquí está : uno, dos tres, cuatro, cinco soles. Un día más de vida, pienso, y suspiro aliviado.

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Lima, año 2009