La mañana de un día domingo, mientras José
tomaba la ducha en su apartamento de soltero que le había conferido la Empresa,
oyó una acalorada discusión entre una mujer y el guardián del complejo
habitacional. Terminado el baño levantó la cortina de la ventana para mirar. La
Negra, la meretriz era la protagonista, apostada estaba en la puerta principal
con una criatura en brazos, de día claro y con sol se le veía como una mujer de
treinta y tantos años.
–Está prohibida la entrada a las mujeres
–sentenció el guardián.
–Es,... que yo soy la mujer de José –respondió
la Negra.
–¡Mentira!, José no tiene mujer, además te
conozco, trabajas en la ranchería.
–¿Cómo te atreves?, espera a que sepa mi
marido, me ha pedido que venga con el bebé para que me entregue la pensión.
–¡Veremos!.

El guardián caminó hasta la habitación del
supuesto marido, tocó a la puerta y llamó insistentemente, pero José no
respondió. Entretanto algunos habitantes del campamento que por ahí se
encontraban se aproximaron a la Negra, la meretriz mostraba a todos el pequeño
hijo mientras ellos disimuladamente se codeaban. Nada que ver, y las cejas qué,
bueno tal vez. Después de una hora por fin abandonó el lugar.
Durante toda la semana en curso José buscó
iracundo a la meretriz por toda la
ranchería del mulle, a la par soportaba las chacotas de sus compañeros de
campamento. ¡Ponla a trabajar pue
compadre, y no cobres a los amigos!.
–Sé que andabas buscándome. Dos años que no te
veo.
–Estuve cuidando a nuestro hijo –respondió la
Negra.
–¿Nuestro hijo?.
–¡Claro, pue!, y no te acuerdas, tengo un hijo
tuyo y necesita comer y vestirse, pero tú ni un tarro de leche, ni siquiera te
has preocupado por buscarnos.
–Yo nunca he procreado un hijo contigo.
–¿No te acuerdas?, fue en el hotel del malecón,
estabas borrachito. ¿Te acuerdas que te encontré en “El Copacabana”.
–¿Bromeas?.
–No es broma, si no me das la pensión por
alimentos, la próxima semana conversaré con la asistenta social de la Empresa
donde trabajas.
–¡Escucha!, no podemos hablar esto aquí,
vayamos al hotel del malecón.
–Claro amorcito, vamos, al mismo cuarto, ¡qué
romántico eres!.
–Espera, primero fijemos lo de la pensión
–propuso él.
–¡Eso lo arreglamos haciendo el amor! –contestó
la mujer mientras se quitaba afanosamente la ropa, y sus aceitunas y amorfas carnes
se iban descolgando. Luego se dirigió con lento bambolear hacia su víctima, él
disimuladamente cogió el arma que llevaba camuflada en sus ropas, cuando la
fémina se lanzó a la acción amatoria José encañonó en la frente de la mujer.
Inicialmente ella se aterrorizó, pero luego se sobrepuso.
–Deja ese juguete, amorcito –pidió sonriendo,
la Negra.
–Te he buscado toda la semana para matarte, por
haberme dado un hijo falso.
–¡Es tu hijo! –refutó la Negra.
–¡Las putas venden su cuerpo y en la venta no
procrean hijos!.
–Es que yo,... he querido tener un hijo tuyo,
¿acaso no puedo enamorarme?.
–¡Apestas, me das asco!, ¿cómo crees que voy a
soportar tener un hijo contigo?.
–¡Sólo los borrachos como tú, apestan!.
–¡Y las putas como tú apestan en cuerpo y
alma!.
–¡Si no me das la pensión te juro por mi puta
madre que hablo con la Asistenta, y si no me escucha te denuncio!, no sólo por
la pensión, también por intento de homicidio –amenazó rabiosa.
–No hay intento de homicidio. Observa bien,
mira como descargo el revólver. Una... dos... tres... cuatro, cinco, seis; son
seis balas –tranquila y lentamente descargó el treinta y ocho, contando una a una las balas.
–Papito, me has hecho una broma muy pesada, me
asustastes –interrumpió la fémina.
–Ahora observa. Voy a cargar una sola bala.
¡Bien, ya está!. Giro el tambor de tal manera que ya no sé dónde se encuentra,
en seguida te coloco el cañón en la
frente, y si gritas disparo. Ahora dime: ¿dejarás de molestarme? –preguntó
fríamente el hombre, con el mortal y helado hierro rozando la frente de la
sorprendida Negra.
–No digas tonterías, ¡oye!, no lo hago por mí,
es por nuestro hijo –respondió temblando la mujer, tratando de serenarse en lo
posible.
El rostro de José se transformó al escuchar el
ardid, ¡y apretó el gatillo!, providencialmente el proyectil no salió, y volvió
a preguntar decidido a terminar con aquel bochorno.
–¡Sí!, ¡nunca más lo haré! –respondió la mujer.
–¿Recuerdas al homosexual que peleó con su
marido? –inmediatamente volvió a preguntar, y ella respondió afirmativamente
con la cabeza.
–Me da gusto que lo recuerdes, ahora soy
el marido.
Lo dicho por José infundió un miedo infernal en
la mujer. Y, ante la mirada nerviosa de ella volvió a cargar pacientemente el
revólver, le ordenó que se vistiera y la sacó por delante, abandonándola en la
puerta principal de aquel camuflado burdel.

–No es así, güevón. Era su hijo, la Concha de
Fierro sabía. ¡Me vas a decir a mí!. Yo lo aconsejé para que salga del paso.
Yo, ahí esperando, sino, ¿crees que lo hubiera hecho?. Muy ingenuo y miedoso,
el cojudo. Cualquier problema lo mandaba al suelo. ¡Güevón!. Además se
enamoraba de cualquier cochinada, ¡hasta de los maricones!, ja ja ja, mejor no
te cuento. Yo he tenido mejores hembras que él, ¡y sigo!. No es así como dices.
–Bueno, así está.
–Así está qué. ¡Anda güevón!, mejor dame
tu carro paque lo laven, está recontra cochino.
–No puedo, me han invitado al Viernes Literario
y tengo que ir.
–(..., güevadas, carajo, ...)
Desde entonces la Negra dejó de asistir a su
centro habitual de trabajo, se le veía por las noches ofreciendo sus servicios
en un céntrico bar, a toda luz, a una cuadra de la Comisaría Central de
Policía.
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