Allá en El Puerto, enclavado en el extremo
noroeste del departamento de Ancash, en una de las empresas de la acogedora
bahía laboraba José. Se sabe que aún es el puerto pesquero más importante del
País , y en su apogeo contó con empresas industriales, como siderurgia,
astilleros, procesadoras de harina de
pescado, envasadoras de pescado, fundiciones y otras conexas, y donde hay
industrias hay comercio y diversión por
doquier, de toda laya. Un olor a quemado, penetrante y molestoso, exhalaban las
chimeneas sin filtros de las procesadoras de harina. Y a mucho orgullo, cuando
El Puerto apesta, también apesta el dinero. La máxima contaminación llegaba de
la siderurgia, a través de los tiros de desfogue o chimeneas sin filtros de las
diferentes plantas: reducción directa, alto horno, hornos de cal, hornos
eléctricos y convertidores de acero.
Gases y polvo se despedían al ambiente,
como evidencia de abundancia de dinero; los desechos químicos que fluían al
océano también eran de riesgo, libres entraban a la mar para arrasar con la
vida que a su paso se presentaba. Los estándares permisibles de contaminantes
sólo existían en papeles, encarpetados en el Ministerio de Industria. El
Consejo Nacional del Medio Ambiente, novato y comodón, y la Contraloría General
de la República, manoseada y decrépita, se dejaban notar únicamente por el
membrete de sus comunicaciones. Los pobladores destacaban por padecer
enfermedades alérgicas, de piel y respiratorias, pero qué importaba si estar en El Puerto
significaba dinero, y prestigio, y respeto. Y diversión, y mujeres, y trago.
Dado el apogeo y el renombre del que gozaba El
Puerto, se hizo tradición que las mocitas hermosas, desde la pubertad, fueran
instigadas por sus madres a conquistar trabajadores estables de las empresas
para casarlos, para lo cual se hacía necesario que las candidatas estudiaran
previamente secretariado. Secretarias se necesitaban por doquier, los mismos
trabajadores de las empresas montaban oficinas privadas para contratarlas y
seducirlas para esposas o amantes, después de logrado el cometido cerraban los
despachos, y así sucesivamente se repetían los acontecimientos.
Por: Walter Elías Álvarez Bocanegra
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