Una noche de aquel nefasto año, José se
encontró con Reina, una amiga de infancia, profesora del Estado, que laboraba
en El Puerto.
–¡Hola!, solitario abandonado –saludó ella con
intermitentes risotadas.
–¿Cómo has estado estimada amiga? –contestó
José, ensayando difícilmente una sonrisa.
–Yo bien, ¿y tu mujer? –preguntó Reina en medio
de intensas carcajadas.
–En casa, con el niño –respondió difícilmente.
–No disimules, ella ya no vive contigo.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó incómodo.
–Ella me lo ha dicho, ja ja...
–Entonces no me preguntes –refutó José y luego
simuló una garraspera.
–Dice,... ¡qué ahora sí conoce la felicidad,
ja, ja! –insistió hiriente, Reina.
–¿Qué más? –preguntó José, sin ocultar su
amargura.
–Varias veces me ha encargado a tu hijo para
irse al hotel con su nuevo amor.
–¿Y tú te has prestado para la putería?
–reprochó José con despecho.
–Ella me ha pedido un favor, además no puedo
negarme, es mi prima –Reina aplicó una
mordedura venenosa mirándole directamente a los ojos con suelta carcajada.
–¿Prima?, soy el último en enterarme –respondió
desfallecido.
–Además ¿qué te preocupa?, debes agradecerme
por haberte dicho, ¿no?.
–Claro tienes razón, disculpa que te deje,
estoy cansado, tengo que ir a dormir, hasta otro día –se despidió visiblemente
destrozado.
–Hasta otro día José, y espero no me delates ni
te emborraches por lo que te he contado, ja, ja –más veneno aún, inyectó Reina.
Herido de muerte y sin poderse controlar, José se marchó hasta allá, al extremo noroeste de la bahía, nada más que a la mal oliente Ranchería del Muelle, ingresó a una de las chozas de esteras y se quedó contemplando el ambiente. Cuatro chuecas, asimétricas y apolilladas mesas, más algunas sillas de diferentes modelos, conformaban el mobiliario del establecimiento; alrededor de dos mesas unidas se distribuía un grupo de siete mujeres de edad indeterminable, por lo espeso del maquillaje que llevaban, una de las mesas la ocupaba un solitario y corpulento mestizo tirando para cuarentón. Todos bebían cerveza. José se acomodó en la mesa desierta próxima a la del mestizo, y cruzando una y otra vez las piernas pidió la suya. En la esquina derecha del fondo, la anfitriona, una gorda chola de facciones grotescas y cincuenta años de mundanería, junto a una mugrienta estufa de kerosén cocinaba la merienda; a un costado de la estufa y sobre viejos cajones de madera, un reproductor de cintas musicales dejaba escuchar la música cantinera. Las gestos y alaridos desinhibidos de las féminas se imponían en el ambiente, y la mirada seductora del corpulento mestizo se dirigía a una de ellas, mientras hinchaba el pecho tratando de hacer notar su primacía. José, disimulando su timidez, aceleró la copa y optó por imitar la conducta del mestizo; repentinamente aparecieron seis hombres de evidente aspecto extranjero y edad no diferente.
Herido de muerte y sin poderse controlar, José se marchó hasta allá, al extremo noroeste de la bahía, nada más que a la mal oliente Ranchería del Muelle, ingresó a una de las chozas de esteras y se quedó contemplando el ambiente. Cuatro chuecas, asimétricas y apolilladas mesas, más algunas sillas de diferentes modelos, conformaban el mobiliario del establecimiento; alrededor de dos mesas unidas se distribuía un grupo de siete mujeres de edad indeterminable, por lo espeso del maquillaje que llevaban, una de las mesas la ocupaba un solitario y corpulento mestizo tirando para cuarentón. Todos bebían cerveza. José se acomodó en la mesa desierta próxima a la del mestizo, y cruzando una y otra vez las piernas pidió la suya. En la esquina derecha del fondo, la anfitriona, una gorda chola de facciones grotescas y cincuenta años de mundanería, junto a una mugrienta estufa de kerosén cocinaba la merienda; a un costado de la estufa y sobre viejos cajones de madera, un reproductor de cintas musicales dejaba escuchar la música cantinera. Las gestos y alaridos desinhibidos de las féminas se imponían en el ambiente, y la mirada seductora del corpulento mestizo se dirigía a una de ellas, mientras hinchaba el pecho tratando de hacer notar su primacía. José, disimulando su timidez, aceleró la copa y optó por imitar la conducta del mestizo; repentinamente aparecieron seis hombres de evidente aspecto extranjero y edad no diferente.
–¡Los coreanos! – alegremente exclamaron a una,
las féminas.
–¡Adelante! –invitó la anfitriona, muy atenta y
con mímicas persuasivas, acercándose a los extranjeros–. Aquí están las chicas.
Las mujeres se levantaron rápidamente para
luego reubicarse, de tal manera que quedaron asientos intermedios vacíos que
los visitantes ocuparon enseguida. Risas, poses, alaridos, cerveza y
cigarrillos se cruzaban en la ronda. Preguntas sin respuestas, respuestas sin
preguntas. Y entonces.
–¿What is you
name, gringo?.
Preguntó una mujer, tocando en hombro de su
vecino. El hombre gesticuló y habló en su idioma, nadie entendió, excepto sus
compatriotas, y todos prorrumpieron en risas.
–¡Bandida!, no te pases que no es gringo –acotó
una mujer del grupo, de voz indiscutiblemente varonil y autoritaria.
Y luego de un mutismo iniciaron un intercambio
de gestos y miradas, que cada quién comentaba en su idioma entre risas y
choques de vasos, acrecentando la confusión. Poco a poco, conforme tomaban
confianza, las parejas aproximaban sus cuerpos, se cogían la mano, ponían el
brazo sobre el hombro de la pareja, y hasta ensayaban miradas y agarres
insinuantes. Una mujer de mediana estatura y zambo aspecto, que quedó sin
pareja, estaba incómoda, pero qué, aparentaba igual alegría. José contemplaba
apurando el vaso, simulando grosería y
recordando a su mujer, ¿con sus padres, con su hijo, o con su amante, con
quién?, a la mierda, salud, pero con quién. Mientras el corpulento mestizo
bebía moviendo la cabeza en forma desafiante para luego exclamar.

José paró la oreja, dirigió la mirada al grupo
y luego la fijó en el mestizo, y presumiendo de guapo le dijo:
–¡Carajo!, yo en tu lugar la llamo.
El mestizo se levantó botella en mano rumbo a
la mesa de José, se sentó, silbó con la mano derecha en alto, emitió un
chasquido con los dedos pidiendo dos cervezas y habló a su ocasional compañero:
–Con todo respeto, por favor, quiero que me
aceptes un trago. ¡La puta de mierda me saca de mis casillas!.
–Bienvenido, yo ando en lo mismo, ¡salud!
–respondió José con dos pausadas carcajadas y levantando el vaso con la mano
derecha.
–¿Cuál de ellas es la tuya?, ¡hoy hacemos la
cagada, carajo! –preguntó y guapeó el corpulento, martillando su vaso sobre la
mesa.
–Ninguna, la mía no ha venido.
–No te des a la pena, compadre, escógete una,
yo las conozco a todas; mira, mía es la de pelo negro y largo, ¿cuál te
agarras?.
–Me da igual, carajo.
–¿Prefieres uno de los maricas?, cuál de los dos –interrogó burlón,
el corpulento.
–¿Maricas?. Nada que ver, me refiero a las
hembras –contestó José, confundido por la sorpresa.
–La rubia al pomo, de blusa crema, está
buenaza, y es amiga de mi germa, ¡compadre!.
–Prefiero la fea, la marginada, a la que nadie
da bola. Total, como te dije, me da igual.
–¡Puta, que se nota que estás decepcionado hasta tus patas!.
–Bueno, no hablemos más y vayamos al grano.
–¡Llama tú primero, compadre!.
–Está bien, ¡Negra!, ven a mi mesa, te invito
un trago –la llamada de José, emitida como frenando un desesperado llanto, se
perdió en el bullicio del abigarrado local.
José se sintió novato en el asunto, apuró el
vaso para darse valor y apuntaló con otro, y lloró en silencio mientras el
corpulento se acercaba desafiante a la mesa de los bacanales, girando el tórax
de izquierda a derecha y viceversa llegó hasta la Negra, la cogió por el hombro
y le susurró al oído. La mujer se levantó y enrumbó a la mesa de José, se
sentó, pidió un vaso y brindó con él. Enseguida el desafiante corpulento cogió
el hombro de su hembra, que asustada levantó la mirada, y sin más ni más, él la
tiró del brazo obligándola a levantarse, se sintió triunfador e hinchó el
pecho, pero el coreano que la acompañaba
como una serpiente se puso de pie y chilló encolerizado. La dueña del antro
inmediatamente se acercó al mestizo bravucón, ¡concha e tu madre!, le dijo,
clavándole una mirada sentenciadora, que el tipo desistió en su intento y sin
quebrar su arrogancia volvió a ocupar su lugar junto a José y la Negra, para
seguir bebiendo y alardeando.
–¡Si no es por la Concha de Fierro, le sacaba
la mierda al macaco de mierda, y recuperaba mi germa, soy bien macho, carajo!
–alardeó, y se tomó todo el vaso.
–¡No trates así a tu suegra! –le reprendió la
Negra.
–¿Suegra, carajo?, ¡yo pago por cacharme a su
hija!.
–¡Como quieras!, pero también te permiten estar
con otras mujeres –agregó la Negra.
–¡Y qué?, por mi plata las que vengan, siempre
que me gusten, por algo me saco la mierda trabajando –martilló tres veces su
vaso sobre la mesa y luego lo llenó.
–No te pases ¡oye! –refutó la Negra–, tú no
trabajas, apenas le pagas una miseria a uno de esos pobres desocupados para que
trabaje en tu lugar; te has olvidado que
empezastes como ellos.
–Está bien, pero pago con mi plata porque soy
trabajador estable, ¡estibador, carajo!, y me ha costao, carajo. Contratado,
trabajando como burro, y después qué,
tuve que volarme un dedo para pasar el periodo de prueba con descanso médico.
Sólo así me estabilizaron, de lo contrario estaría jodido. ¡Salú, carajo!.
–¡Ves, que eres un pendejo!.
–¡Mira, ah!, lo que pasa es que estás
despechada porque nunca te doy bola, por fea y bruta.
–¡Calla baboso!, ¡para que sepas, a mí no me
gustan los cholos mugrientos como tú, oye! –la Negra escupió de rabia, cogió su
vaso y lo inclinó en ademán de vaciarlo en la cara del corpulento.
–¡Oye, concha de tu madre!, yo te he traído
para que te ganes alguito y ya empezastes a joder, ¡mejor te largas negra de
mierda!.
–¡Tú no eres el único hombre en esta mesa,
baboso concha de tu madre!, yo me quedo con el que me llamó.
–¡Perdón! –interfirió José, dirigiéndose a la
Negra–, soy amigo de este señor y prefiero que te marches, no es grata tu
compañía.
–¡Carajo!, tal para cual, ¡adiós babosos!.
La Negra arrojó su cerveza al piso para
marcharse después de rodar el vaso vacío sobre la mesa y se sentó junto a la
Concha de Fierro, desde allí de rato en rato miraba con rabia a los dos que la
habían menospreciado y bebían vanagloriándose de experiencias camorreras y
amatorias. Y así, trago y trago, de cigarro en cigarro. Mientras en la otra
mesa los extranjeros bebían cerveza y sus parejas consumían tragos especiales,
agua, a precio de cabaret.


–¡Macaco concha de tu madre, ese marica me
pertenece!.
El insulto llegaba de un tipo alto, de no más
de treinta, con aspecto de matón, que llegó repentinamente y se paró junto a la
puerta. El homosexual aludido, que hasta
entonces disfrutaba de las caricias de uno de los extranjeros, se puso de pie y
se encaminó a calmar al insultante, éste lo recibió con tremenda bofetada en la
cara que lo hizo tambalear. El extranjero se apresuró a socorrer a su
accidental pareja mientras sus compatriotas se ponían en alerta, situación que
el corpulento mestizo aprovechó para atacar al que tenía a su hembra. Como un
demonio entró la Concha de Fierro propinando garrotazos al mestizo, los
coreanos se agruparon en defensiva dando gritos, las mujeres se abrazaron
lloriqueando, el infierno se venía encima. Repentinamente, el segundo
homosexual, pistola en mano y desafiante, sentenció:
–¡Quietos todos, carajo!, éste es un problema
de culos, ¡en culos y braguetas no te metas!. A ver tú, puta –dirigiéndose a la
hembra del corpulento–, dime, ¿te vas con el cholo mugriento este, o te quedas
con el cara e mono?.
La fémina se abrazó al corpulento y el
extranjero dejó notar su resignación. Luego, el envalentonado homosexual,
preguntó a su homólogo:
–¿Y tú, te quedas con este asqueroso vividor, o
con el macaco?.
–Prefiero este hombrecillo de chistoso aspecto
–respondió abrazándose al extranjero, pero éste en evidente nerviosismo se
apartó.
–¡Te estás haciendo viejo, mariconcito de
mierda!, mira pues que ni este ridículo gusano te da bola, apuesto a que ahora
te mueres por pasar la noche conmigo, pero eso te costará dinero, has empezado
a darme asco.
Y luego de lanzar el insulto se acercó al
homosexual, lo cogió por el brazo llevándolo hasta una silla para luego
obligarlo a sentarse. Y entonces.
–¡Pídete un par de cervezas! –ordenó el hombre
al humillado homosexual, mientras se sentaba a su lado, ante el asombro de los
demás.
–¡Mami!, dame un par, y que estén bien heladas
–solicitó obediente el homosexual, y la Concha de Fierro atendió de inmediato.
–¡Salud viejo maricón! –dijo el hombre.
–¡Salud amor!, por tu honor y por el mío
–contestó muy amablemente el homosexual.
–¡Tú no tienes honor ni por las orejas!.
–Eso no es honor, es sexo y placer, ridículo
vividor. ¡Prepárate a morir!, ¡defiéndete si tienes honor!.


Y como impulsado por un potente resorte se puso
de pie, con la mirada torcida se quitó la chaqueta y la envolvió en el
antebrazo izquierdo, mientras en la mano derecha esgrimía un puñal e invitaba a
su consorte a defenderse. El de la pistola desapareció y el hombre retado se
ponía de pie, lentamente, calculando; luego se quitó la camisa, la envolvió en
el antebrazo y blandió un puñal en la otra mano. Los dos se desplazaban
sigilosamente, la distancia entre la vida y la muerte, entre el amor y el odio,
se acortaba paulatina y tenebrosamente en las mentes de los inesperados
contrincantes. El de la pistola retornó muy tranquilo cerrando la puerta tras
de sí.
–¡No!, aquí no, me van a comprometer –suplicó
la Concha de Fierro.
–¡Cállate, vieja puta! –sentenció el de la
pistola, arma en mano, mientras se desplazaba hasta llegar al aparato musical,
y subió el volumen de la música.
Los amantes estaban decididos a terminar
aquella noche su romance, de la manera más trágica, honor lo llamaba el
retador.
–¡Ustedes desvístanse completamente, de inmediato,
y pónganse en este rincón, o se arrepentirán! –amenazó el de la pistola
señalando el rincón izquierdo del fondo.


No pasa nada, sólo que ha tomado demasiado,
dijeron calmadamente los homosexuales, y subieron al coche el cuerpo yaciente
del desdichado.
El de la pistola de inmediato regresó por la
cabellera postiza y salió cerrando de golpe la apolillada puerta, que por el
impacto se reabrió dejando al descubierto el espectáculo interior. Al compás de
la estridente música los ocupantes se vestían, ante el asombro de los observadores
de afuera. José era el único desconocido en el lugar, quiso quedarse pero
reflexionó y abandonó el recinto como huyendo del demonio; y al siguiente día
faltó irresponsablemente, por primera vez, a su centro de trabajo. Dos días
después el diario local publicaba: Borracho imprudente fue arrollado en horas
de la madrugada por conductor irresponsable que se dio a la fuga....
Quiénes eran los homosexuales. ¿Grandes
empresarios, encumbrados políticos, altos funcionarios, o comunes atracadores
de doble personalidad?, tan cautelosos como el propio demonio.

La Ranchería del Muelle, una maloliente
construcción de esteras, se ubicaba frente al terminal marítimo internacional
de El Puerto y a la lujosa discoteca
Copacabana, además de expender comida brindaba los mismos servicios nocturnos
de la discoteca, es decir licor y mujeres, sólo que a diferentes precios. Ahí
acudían a confundirse, entre tragos, prostitutas y maricas, los tripulantes
mercantes del resto del mundo, los trabajadores de la Empresa Nacional de
Administración de Puertos, los de la Empresa Siderúrgica, pescadores comunes, y
gente de mal vivir. Muchos clientes,
antes de hacerse conocidos, pagaban el noviciado siendo víctimas de
algún atraco. La Concha de Fierro tenía uno de los ranchos, y se encargaba de
atender a sus clientes con lo que ellos antojadizamente solicitaban, maricas,
chinas, cholas, zambas, negras, serranas blancas de ojos claros y cabello
castaño, de todas las edades y para todos los gustos, por horas o por noche;
por doscientos dólares la monta, entregaba virginales y tímidas muchachitas que
previo pedido las reclutaba en los barrios pobres de la localidad, luego de la
primera vez poco a poco cogían maestría trabajando a su servicio, tanto
agradecimiento le tenían que algunas la llamaban mamá, cómo no, si con el dinero que ganaban podían
ayudar a los suyos. No más telenovelas ni partidos de fútbol en la casa de la
vecina o en la tienda de la esquina, primero comprarían el televisor, luego
algunos muebles y artefactos, y después, poco a poco, reemplazarían las esteras
de la casa por ladrillos, y finalmente, finalmente la profesión, pue, claro, en
la universidad privada de aquí nomás, la
San Pablo o la San Pedro, igualito es, se asiste en el día y se trabaja en la
noche, fácil todo. Hasta sus propias hijas se iniciaron ahí, pero aún le
quedaba una de doce añitos por la que esperaba cobrar muy bien, mejor así antes
que se entregara gratuitamente a cualquiera de los vagos que por ahí
merodeaban, como que soy huarasina y bien serrana, a mucho orgullo, por si
acaso, y no por gusto estoy aquí. Pero, por sobre aquella ranchería nauseabunda
en forma de “L”, sin agua ni desagüe, y fluido eléctrico robado , por sobre
ella cruzaba echando polvo desde el terminal marítimo hasta el centro
operativo, la faja transportadora de materias primas de la Empresa Siderúrgica,
la más grande del País. Partículas de carbón y mineral se cernían por las ropas
de los libertinos para terminar impregnándose en sus cuerpos, y pulmones, pero
“¡qué mierda!”.
Por: Walter Elías Álvarez Bocanegra
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