jueves, 8 de septiembre de 2016

En la ranchería del muelle

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Una noche de aquel nefasto año, José se encontró con Reina, una amiga de infancia, profesora del Estado, que laboraba en El Puerto.
–¡Hola!, solitario abandonado –saludó ella con intermitentes risotadas.
–¿Cómo has estado estimada amiga? –contestó José, ensayando difícilmente una sonrisa.
–Yo bien, ¿y tu mujer? –preguntó Reina en medio de intensas carcajadas.
–En casa, con el niño –respondió difícilmente.
–No disimules, ella ya no vive contigo.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó incómodo.
–Ella me lo ha dicho, ja ja...
–Entonces no me preguntes –refutó José y luego simuló una garraspera.
–Dice,... ¡qué ahora sí conoce la felicidad, ja, ja! –insistió hiriente, Reina.
–¿Qué más? –preguntó José, sin ocultar su amargura.
–Varias veces me ha encargado a tu hijo para irse al hotel con su nuevo amor.
–¿Y tú te has prestado para la putería? –reprochó José con despecho.
–Ella me ha pedido un favor, además no puedo negarme, es mi prima –Reina  aplicó una mordedura venenosa mirándole directamente a los ojos con suelta carcajada.
–¿Prima?, soy el último en enterarme –respondió desfallecido.
–Además ¿qué te preocupa?, debes agradecerme por haberte dicho, ¿no?.
–Claro tienes razón, disculpa que te deje, estoy cansado, tengo que ir a dormir, hasta otro día –se despidió visiblemente destrozado.
–Hasta otro día José, y espero no me delates ni te emborraches por lo que te he contado, ja, ja –más veneno aún, inyectó Reina.

Herido de muerte y sin poderse controlar, José se marchó hasta allá, al extremo noroeste de la bahía, nada más que a la mal oliente Ranchería del Muelle, ingresó a una de las  chozas de esteras y se quedó contemplando el ambiente. Cuatro chuecas, asimétricas y apolilladas mesas,  más algunas sillas de diferentes modelos, conformaban el mobiliario del establecimiento; alrededor de dos mesas unidas se distribuía un grupo de siete mujeres de edad indeterminable, por lo espeso del maquillaje que llevaban, una de las mesas la ocupaba un solitario y corpulento mestizo tirando para cuarentón. Todos bebían cerveza. José se acomodó en la mesa desierta próxima a la del mestizo,  y cruzando una y otra vez las piernas pidió la suya. En la esquina derecha del fondo, la anfitriona, una gorda chola de facciones grotescas y cincuenta años de mundanería, junto a una mugrienta estufa de kerosén cocinaba la merienda; a un costado de la estufa y sobre viejos cajones de madera, un reproductor de cintas musicales dejaba escuchar la música cantinera. Las gestos y alaridos desinhibidos de las féminas se imponían en el ambiente, y la mirada seductora del corpulento mestizo se dirigía a una de ellas, mientras hinchaba el pecho tratando de hacer notar su primacía. José, disimulando su timidez, aceleró la copa y optó por imitar la conducta del mestizo; repentinamente aparecieron seis hombres de evidente aspecto extranjero y edad no diferente.
–¡Los coreanos! – alegremente exclamaron a una, las féminas.
–¡Adelante! –invitó la anfitriona, muy atenta y con mímicas persuasivas, acercándose a los extranjeros–. Aquí están las chicas.
Las mujeres se levantaron rápidamente para luego reubicarse, de tal manera que quedaron asientos intermedios vacíos que los visitantes ocuparon enseguida. Risas, poses, alaridos, cerveza y cigarrillos se cruzaban en la ronda. Preguntas sin respuestas, respuestas sin preguntas. Y entonces.
–¿What is you name, gringo?.
Preguntó una mujer, tocando en hombro de su vecino. El hombre gesticuló y habló en su idioma, nadie entendió, excepto sus compatriotas, y todos prorrumpieron en risas.
–¡Bandida!, no te pases que no es gringo –acotó una mujer del grupo, de voz indiscutiblemente varonil y autoritaria.
Y luego de un mutismo iniciaron un intercambio de gestos y miradas, que cada quién comentaba en su idioma entre risas y choques de vasos, acrecentando la confusión. Poco a poco, conforme tomaban confianza, las parejas aproximaban sus cuerpos, se cogían la mano, ponían el brazo sobre el hombro de la pareja, y hasta ensayaban miradas y agarres insinuantes. Una mujer de mediana estatura y zambo aspecto, que quedó sin pareja, estaba incómoda, pero qué, aparentaba igual alegría. José contemplaba apurando el vaso, simulando grosería  y recordando a su mujer, ¿con sus padres, con su hijo, o con su amante, con quién?, a la mierda, salud, pero con quién. Mientras el corpulento mestizo bebía moviendo la cabeza en forma desafiante para luego exclamar.

Resultado de imagen para beso nocturno–¡Macaco de mierda!, se está chupeteando a  mi hembra –y refiriéndose a la zamba, agregó–, ¿porqué no se agarra a la Negra?.
José paró la oreja, dirigió la mirada al grupo y luego la fijó en el mestizo, y presumiendo de guapo le dijo:
–¡Carajo!, yo en tu lugar la llamo.
El mestizo se levantó botella en mano rumbo a la mesa de José, se sentó, silbó con la mano derecha en alto, emitió un chasquido con los dedos pidiendo dos cervezas y habló a su ocasional compañero:
–Con todo respeto, por favor, quiero que me aceptes un trago. ¡La puta de mierda me saca de mis casillas!.
–Bienvenido, yo ando en lo mismo, ¡salud! –respondió José con dos pausadas carcajadas y levantando el vaso con la mano derecha.
–¿Cuál de ellas es la tuya?, ¡hoy hacemos la cagada, carajo! –preguntó y guapeó el corpulento, martillando su vaso sobre la mesa.
–Ninguna, la mía no ha venido.
–No te des a la pena, compadre, escógete una, yo las conozco a todas; mira, mía es la de pelo negro y largo, ¿cuál te agarras?.
–Me da igual, carajo.
–¿Prefieres uno de los  maricas?, cuál de los dos –interrogó burlón, el corpulento.
–¿Maricas?. Nada que ver, me refiero a las hembras –contestó José, confundido por la sorpresa.
–La rubia al pomo, de blusa crema, está buenaza, y es amiga de mi germa, ¡compadre!.
–Prefiero la fea, la marginada, a la que nadie da bola. Total, como te dije, me da igual.
–¡Puta, que se nota que estás  decepcionado hasta tus patas!.
–Bueno, no hablemos más y vayamos al grano.
–¡Llama tú primero, compadre!.
–Está bien, ¡Negra!, ven a mi mesa, te invito un trago –la llamada de José, emitida como frenando un desesperado llanto, se perdió en el bullicio del abigarrado local.
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–¡Así no es, chochera!, carajo,  mírame a mí, ahora te la traigo.

José se sintió novato en el asunto, apuró el vaso para darse valor y apuntaló con otro, y lloró en silencio mientras el corpulento se acercaba desafiante a la mesa de los bacanales, girando el tórax de izquierda a derecha y viceversa llegó hasta la Negra, la cogió por el hombro y le susurró al oído. La mujer se levantó y enrumbó a la mesa de José, se sentó, pidió un vaso y brindó con él. Enseguida el desafiante corpulento cogió el hombro de su hembra, que asustada levantó la mirada, y sin más ni más, él la tiró del brazo obligándola a levantarse, se sintió triunfador e hinchó el pecho, pero  el coreano que la acompañaba como una serpiente se puso de pie y chilló encolerizado. La dueña del antro inmediatamente se acercó al mestizo bravucón, ¡concha e tu madre!, le dijo, clavándole una mirada sentenciadora, que el tipo desistió en su intento y sin quebrar su arrogancia volvió a ocupar su lugar junto a José y la Negra, para seguir bebiendo y alardeando.
–¡Si no es por la Concha de Fierro, le sacaba la mierda al macaco de mierda, y recuperaba mi germa, soy bien macho, carajo! –alardeó, y se tomó todo el vaso.
–¡No trates así a tu suegra! –le reprendió la Negra.
–¿Suegra, carajo?, ¡yo pago por cacharme a su hija!.
–¡Como quieras!, pero también te permiten estar con otras mujeres –agregó la Negra.
–¡Y qué?, por mi plata las que vengan, siempre que me gusten, por algo me saco la mierda trabajando –martilló tres veces su vaso sobre la mesa y luego lo llenó.
–No te pases ¡oye! –refutó la Negra–, tú no trabajas, apenas le pagas una miseria a uno de esos pobres desocupados para que trabaje en tu lugar; te  has olvidado que empezastes como ellos.
–Está bien, pero pago con mi plata porque soy trabajador estable, ¡estibador, carajo!, y me ha costao, carajo. Contratado, trabajando como burro,  y después qué, tuve que volarme un dedo para pasar el periodo de prueba con descanso médico. Sólo así me estabilizaron, de lo contrario estaría jodido. ¡Salú, carajo!. 
–¡Ves, que eres un pendejo!.
–¡Mira, ah!, lo que pasa es que estás despechada porque nunca te doy bola, por fea y bruta.
–¡Calla baboso!, ¡para que sepas, a mí no me gustan los cholos mugrientos como tú, oye! –la Negra escupió de rabia, cogió su vaso y lo inclinó en ademán de vaciarlo en la cara del corpulento.
–¡Oye, concha de tu madre!, yo te he traído para que te ganes alguito y ya empezastes a joder, ¡mejor te largas negra de mierda!.
–¡Tú no eres el único hombre en esta mesa, baboso concha de tu madre!, yo me quedo con el que me llamó.
–¡Perdón! –interfirió José, dirigiéndose a la Negra–, soy amigo de este señor y prefiero que te marches, no es grata tu compañía.
–¡Carajo!, tal para cual, ¡adiós babosos!.    
La Negra arrojó su cerveza al piso para marcharse después de rodar el vaso vacío sobre la mesa y se sentó junto a la Concha de Fierro, desde allí de rato en rato miraba con rabia a los dos que la habían menospreciado y bebían vanagloriándose de experiencias camorreras y amatorias. Y así, trago y trago, de cigarro en cigarro. Mientras en la otra mesa los extranjeros bebían cerveza y sus parejas consumían tragos especiales, agua, a precio de cabaret.

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–¡Macaco concha de tu madre, ese marica me pertenece!.
El insulto llegaba de un tipo alto, de no más de treinta, con aspecto de matón, que llegó repentinamente y se paró junto a la puerta. El homosexual  aludido, que hasta entonces disfrutaba de las caricias de uno de los extranjeros, se puso de pie y se encaminó a calmar al insultante, éste lo recibió con tremenda bofetada en la cara que lo hizo tambalear. El extranjero se apresuró a socorrer a su accidental pareja mientras sus compatriotas se ponían en alerta, situación que el corpulento mestizo aprovechó para atacar al que tenía a su hembra. Como un demonio entró la Concha de Fierro propinando garrotazos al mestizo, los coreanos se agruparon en defensiva dando gritos, las mujeres se abrazaron lloriqueando, el infierno se venía encima. Repentinamente, el segundo homosexual, pistola en mano y desafiante, sentenció:
–¡Quietos todos, carajo!, éste es un problema de culos, ¡en culos y braguetas no te metas!. A ver tú, puta –dirigiéndose a la hembra del corpulento–, dime, ¿te vas con el cholo mugriento este, o te quedas con el cara e mono?.
La fémina se abrazó al corpulento y el extranjero dejó notar su resignación. Luego, el envalentonado homosexual, preguntó a su homólogo:
–¿Y tú, te quedas con este asqueroso vividor, o con el macaco?.
–Prefiero este hombrecillo de chistoso aspecto –respondió abrazándose al extranjero, pero éste en evidente nerviosismo se apartó.
–¡Te estás haciendo viejo, mariconcito de mierda!, mira pues que ni este ridículo gusano te da bola, apuesto a que ahora te mueres por pasar la noche conmigo, pero eso te costará dinero, has empezado a darme asco.
Y luego de lanzar el insulto se acercó al homosexual, lo cogió por el brazo llevándolo hasta una silla para luego obligarlo a sentarse. Y entonces.
–¡Pídete un par de cervezas! –ordenó el hombre al humillado homosexual, mientras se sentaba a su lado, ante el asombro de los demás.
–¡Mami!, dame un par, y que estén bien heladas –solicitó obediente el homosexual, y la Concha de Fierro atendió de inmediato.
–¡Salud viejo maricón! –dijo el hombre.
–¡Salud amor!, por tu honor y por el mío –contestó muy  amablemente el homosexual.
–¡Tú no tienes honor ni por las orejas!.
–Eso no es honor, es sexo y placer, ridículo vividor. ¡Prepárate a morir!, ¡defiéndete si tienes honor!.

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Y como impulsado por un potente resorte se puso de pie, con la mirada torcida se quitó la chaqueta y la envolvió en el antebrazo izquierdo, mientras en la mano derecha esgrimía un puñal e invitaba a su consorte a defenderse. El de la pistola desapareció y el hombre retado se ponía de pie, lentamente, calculando; luego se quitó la camisa, la envolvió en el antebrazo y blandió un puñal en la otra mano. Los dos se desplazaban sigilosamente, la distancia entre la vida y la muerte, entre el amor y el odio, se acortaba paulatina y tenebrosamente en las mentes de los inesperados contrincantes. El de la pistola retornó muy tranquilo cerrando la puerta tras de sí.
–¡No!, aquí no, me van a comprometer –suplicó la Concha de Fierro.
–¡Cállate, vieja puta! –sentenció el de la pistola, arma en mano, mientras se desplazaba hasta llegar al aparato musical, y subió el volumen de la música.
Los amantes estaban decididos a terminar aquella noche su romance, de la manera más trágica, honor lo llamaba el retador.
–¡Ustedes desvístanse completamente, de inmediato, y pónganse en este rincón, o se arrepentirán! –amenazó el de la pistola señalando el rincón izquierdo del fondo.
Resultado de imagen para Pelea de bar  nocturnaMás rápido que inmediato, el grupo acató la orden, el amenazador no bromeaba, era más que evidente, las carnes de las féminas se iban descolgando a medida que se desnudaban, los escuálidos coreanos empezaron a temblar y se ubicaron tras de las mujeres; José y el  corpulento tampoco podían disimular el miedo, la bravuconería producida por el licor había desaparecido en ellos. Los camorreros se ubicaron muy cerca y frente a frente, el puñal manejado por el hombre zumbó surcando los aires para clavarse en el hombro izquierdo del homosexual que cayó de espaldas y el victorioso lo invitó a levantarse, y se levantó como un relámpago dejando caer su rubia cabellera postiza, “¡te estás quedando calvo, carajo!”, y rió burlonamente bajando la guardia, situación que su contrincante aprovechó para atacar con tal furia y acertarle una puñalada en la mano derecha, desarmándolo física y moralmente, y sintiéndose perdido echó a correr puerta afuera; apenas se alejó unos pasos y recibió la primera puñalada en la espalda, y luego otra y otra, y muchas más, sin clemencia, hasta caer pesadamente en el suelo. Los noctámbulos que bebían en las chozas adjuntas se amontonaron alrededor de los pendencieros, y de pronto  un auto se abrió paso entre los curiosos.
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No pasa nada, sólo que ha tomado demasiado, dijeron calmadamente los homosexuales, y subieron al coche el cuerpo yaciente del desdichado.
El de la pistola de inmediato regresó por la cabellera postiza y salió cerrando de golpe la apolillada puerta, que por el impacto se reabrió dejando al descubierto el espectáculo interior. Al compás de la estridente música los ocupantes se vestían, ante el asombro de los observadores de afuera. José era el único desconocido en el lugar, quiso quedarse pero reflexionó y abandonó el recinto como huyendo del demonio; y al siguiente día faltó irresponsablemente, por primera vez, a su centro de trabajo. Dos días después el diario local publicaba: Borracho imprudente fue arrollado en horas de la madrugada por conductor irresponsable que se dio a la fuga....

Quiénes eran los homosexuales. ¿Grandes empresarios, encumbrados políticos, altos funcionarios, o comunes atracadores de doble personalidad?, tan cautelosos como el propio demonio.

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La Ranchería del Muelle, una maloliente construcción de esteras, se ubicaba frente al terminal marítimo internacional de El Puerto  y a la lujosa discoteca Copacabana, además de expender comida brindaba los mismos servicios nocturnos de la discoteca, es decir licor y mujeres, sólo que a diferentes precios. Ahí acudían a confundirse, entre tragos, prostitutas y maricas, los tripulantes mercantes del resto del mundo, los trabajadores de la Empresa Nacional de Administración de Puertos, los de la Empresa Siderúrgica, pescadores comunes, y gente de mal vivir. Muchos clientes,  antes de hacerse conocidos, pagaban el noviciado siendo víctimas de algún atraco. La Concha de Fierro tenía uno de los ranchos, y se encargaba de atender a sus clientes con lo que ellos antojadizamente solicitaban, maricas, chinas, cholas, zambas, negras, serranas blancas de ojos claros y cabello castaño, de todas las edades y para todos los gustos, por horas o por noche; por doscientos dólares la monta, entregaba virginales y tímidas muchachitas que previo pedido las reclutaba en los barrios pobres de la localidad, luego de la primera vez poco a poco cogían maestría trabajando a su servicio, tanto agradecimiento le tenían que algunas la llamaban mamá,  cómo no, si con el dinero que ganaban podían ayudar a los suyos. No más telenovelas ni partidos de fútbol en la casa de la vecina o en la tienda de la esquina, primero comprarían el televisor, luego algunos muebles y artefactos, y después, poco a poco, reemplazarían las esteras de la casa por ladrillos, y finalmente, finalmente la profesión, pue, claro, en la  universidad privada de aquí nomás, la San Pablo o la San Pedro, igualito es, se asiste en el día y se trabaja en la noche, fácil todo. Hasta sus propias hijas se iniciaron ahí, pero aún le quedaba una de doce añitos por la que esperaba cobrar muy bien, mejor así antes que se entregara gratuitamente a cualquiera de los vagos que por ahí merodeaban, como que soy huarasina y bien serrana, a mucho orgullo, por si acaso, y no por gusto estoy aquí. Pero, por sobre aquella ranchería nauseabunda en forma de “L”, sin agua ni desagüe, y fluido eléctrico robado , por sobre ella cruzaba echando polvo desde el terminal marítimo hasta el centro operativo, la faja transportadora de materias primas de la Empresa Siderúrgica, la más grande del País. Partículas de carbón y mineral se cernían por las ropas de los libertinos para terminar impregnándose en sus cuerpos, y pulmones, pero “¡qué mierda!”.

Por: Walter Elías Álvarez Bocanegra 

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